Las primeras semanas de gobierno de Donald Trump han sido polémicas por el alto número de medidas que ha tomado en poco tiempo de mandato. Pero una de ellas -que quizás pasó un tanto desapercibida- ha implicado una orden ejecutiva para detener la aplicación de la ley anticorrupción a funcionarios públicos en el extranjero (Foreign Corrupt Practices Act “FCPA” por sus siglas en inglés), la cual estaba promulgada desde el año 1977, y ha sido un pilar fundamental, no solamente como herramienta contra la corrupción, sino que marcó un hito histórico por ser la primera ley a nivel mundial que sancionaba penalmente a las empresas por actos de corrupción.

Esta ley, que marcó un estándar a nivel de cumplimiento para las empresas norteamericanas, no solamente fue un hito histórico en Estados Unidos, sino que impulsó la normativa de responsabilidad penal de las personas jurídicas a nivel mundial, ya que inspiró e indujo al resto del mundo a dictar normativas penales que sancionaran a las empresas por actos de corrupción en el extranjero. En un comienzo fue Reino Unido, pero luego a finales de la década de los 80`,90`y comienzos de los 2000`a la Unión Europea y posteriormente a la OCDE, lo que incluyó a Chile en 2009 (mediante la ley 20.393), como país pionero en Latinoamérica.

Las implicancias de esta decisión ejecutiva son mayores por cuanto no solamente suspende su aplicación para el futuro, sino que permite suspender investigaciones que están en curso y, más importante aún, revisar sanciones aplicadas en el pasado en virtud de esta ley, lo cual no tiene precedentes históricos. El fundamento de esta orden ejecutiva es, supuestamente, la afectación a la competitividad de las empresas norteamericanas con el resto del mundo. Cabe recordar que la dictación de la FCPA se debió a varios casos escandalosos (entre ellos el caso Watergate y Lockheed) que evidenciaron cómo empresas norteamericanas sobornaban a funcionarios públicos en el extranjero para adjudicarse millonarios contratos comerciales.

Este argumento de supuesta “afectación a la competitividad” de las empresas norteamericanas podría haber tenido algún sustento en la década de los 70`y 80`, en que el resto de países de la esfera occidental no tenían normativas que sancionaran penalmente a sus empresas por casos de cohecho a funcionarios públicos fuera de sus fronteras, lo cual implicaba una carga única para las empresas estadounidenses y, por tanto, una competencia desigual; pero hoy en día, en que a nivel global existe un estándar penal sancionatorio a las empresas por actos de corrupción, justamente motivados e impulsados por la existencia de la FCPA, que han igualado las condiciones jurídicas y comerciales a nivel global, en mi opinión, no tiene ninguna justificación; por el contrario, genera un escenario de ”ventaja” legal para las empresas norteamericanas y un “desincentivo” a las buenas prácticas empresariales. 

Los impactos que va a generar esta decisión a nivel mundial y en el mercado global están por verse, pero a la luz de cómo ha evolucionado en estos casi 50 años el Compliance y las buenas prácticas empresariales -que tenían su piedra fundante en esta ley-, podemos afirmar que sin duda es un retroceso del punto de vista de política criminal en materia de delitos de corrupción y una muy mala señal al resto del mundo.

Pedro Sepúlveda Vergara